Sólo encendiendo la luz se supera el temor a la oscuridad
Cómo perder el miedo
Mario Bunge
Para LA NACION
Martes 23 de marzo de 2010
MONTREAL.- Pasada la medianoche, aparecieron en nuestro dormitorio dos enormes mounties , agentes de la policía montada canadiense. Habían venido a informarnos de que la puerta de la cochera estaba abierta. Cuando les dije que la había dejado cerrada, explicaron que debió de haber sido abierta por la señal de radio de una avioneta que usaba la misma frecuencia que nuestra cerradura electrónica. Les agradecimos y les pedimos que al retirarse cerraran las puertas. No nos levantamos ni firmamos papeles ni, menos aún, tuvimos que ir a la comisaría.
El incidente no nos sobresaltó, duró un par de minutos y provocó solamente un comentario nuestro: "¿Te diste cuenta de que no nos asustamos?" Volvimos a dormirnos casi en seguida. ¡Qué diferencia con nuestra lejana patria! Allá, la vez que me despertó la policía fue para llevarme preso.
En Canadá le habíamos perdido el miedo a la policía. Nunca se nos hubiera ocurrido llamar "cosacos" a los corteses mounties . El Estado no los usa para reprimir manifestaciones políticas, sino para inspirar confianza en el orden público y para atraer turistas. Esa combinación de gran estatura, casaca roja, sombrero aludo y espléndido caballo bayo es digna de tarjeta postal. Impresiona especialmente a los turistas gringos. Pero volvamos al miedo.
El miedo siempre ha sido un arma de dominio, sobre todo por parte de gentes incapaces de inspirar respeto. Tanto es así, que el cerebro de los vertebrados complejos contiene un órgano detector de señales de peligro: la amígdala cerebral. Cuando alguien o algo te amenaza, te estimula la amígdala, la que alerta a la corteza cerebral, el órgano del conocimiento. A su vez, éste ordena inmovilizarse, cubrirse, esconderse o huir.
¿Cómo se sabe esto y mucho más sobre ese diminuto subsistema del cerebro parecido a una almendra? No porque lo dijera tal o cual presunta autoridad, sino gracias a experimentos en los que se monitorea la actividad de la amígdala cuando al paciente se le presentan estímulos amenazantes.
Además, está el caso de los ratones, que les pierden el miedo a los gatos cuando su amígdala es atacada por un tóxico. Sería interesante averiguar si los osados tienen la amígdala cerebral atrofiada y si, en cambio, los tímidos patológicos la tienen hipertrofiada.
Afortunadamente, no estamos a merced de la amígdala cerebral: hay algunos órganos cerebrales que mitigan las reacciones del órgano del miedo. Entre ellos se destaca la corteza prefrontal (la que está detrás de los ojos). Con las demás emociones -en particular, el enojo- sucede algo similar: se puede aprender a controlarlas.
El papel del miedo en la vida social es archisabido: quien pueda amedrentar, podrá dominar. Esto ocurre en todas las organizaciones, desde la barra de muchachos y la banda de delincuentes hasta el Estado, pasando por la empresa, la escuela, la Iglesia y el partido.
La lista de miedos es interminable: miedo al padre tiránico, al matón del patio de recreo o del barrio, al capanga, que pintó Horacio Quiroga; al patrón que no sabe delegar, al maestro punitivo (como lo fue Wittgenstein) , al confesor avinagrado o al policía "bravo". Tememos el fracaso, la reprimenda, la miseria, la desocupación, la exclusión, la muerte, y aun el mero qué dirán.
Los códigos religiosos, morales y legales son manuales de gestión del miedo. De ellos abusan todas las organizaciones autoritarias, desde la escuela tradicional hasta el ejército y las llamadas fuerzas del orden. Todas ellas se proponen atemorizarnos para domarnos y obligarnos a renunciar a nuestros derechos, no sólo para instarnos a que cumplamos nuestro deber.
Los ejemplos más odiosos del manejo del miedo para sojuzgar al pueblo son los regímenes totalitarios. Cuando le preguntaron al mariscal Goering cómo se las había arreglado el Partido Nacional Socialista para transformar al pueblo más culto del mundo en un rebaño de corderos, respondió: "Los convencimos de que el gran pueblo germano estaba amenazado de muerte por los bolcheviques, socialistas, judíos, ingleses y otros enemigos".
Todas las democracias han atravesado por períodos represivos, durante los cuales se invocaron peligros más o menos reales. Ocasionalmente, se montaron campañas de miedo, tales como el "peligro amarillo", el maccarthismo, el llamado Proceso y la guerra contra el terror fabricada por el ex presidente Bush. Todas ellas fabricaron miedo en escala industrial. Los mandalluvias en cuestión, incapaces de resolver los problemas sociales con inteligencia y participación democrática, adoptaron la consigna "gobernar es asustar".
Los provincianos de mi generación recuerdan el miedo que sentían cuando iban a votar bajo gobiernos conservadores, tales como los del presidente general Agustín P. Justo y del gobernador bonaerense Manuel A. Fresco. El primero había inventado el "fraude patriótico" y el segundo el "voto cantado" para impedir el retorno de los radicales.
El fraude patriótico se hacía atiborrando las urnas de votos a favor del partido dominante. El voto cantado consistía en declarar de viva voz la intención de voto en presencia de los matones del partido. Quien hacía amago de depositar su boleta en la urna era tildado de cobarde y amasado a trompadas. Se cumplía con el deber de convocar a elecciones, pero se impedía elegir libremente. Lo que es peor, se socavaba la fe en la democracia.
El ciudadano asustado no puede ser buen ciudadano, porque teme cumplir con sus deberes cívicos, incluso el de informarse sobre ellos. A mí se me hizo cuesta arriba preparar la asignatura Instrucción Cívica, porque sabía por la prensa que los gobiernos de mi juventud burlaban sistemáticamente la Constitución Nacional. Presumiblemente, a los jóvenes soviéticos les pasaba otro tanto cuando se los obligaba a memorizar el generoso pero inane preámbulo de la carta orgánica de su país. En ambos casos, el miedo al gobierno inducía al cinismo político, y ambos, a la marginalidad política o a su dual, la esperanza en la violencia.
Es común que los fracasos de la gestión democrática sugieran la conveniencia de un "gobierno fuerte". Pero éste no es otra cosa que una dictadura más o menos dura. Y las dictaduras pueden conseguir que los trenes marchen a horario, pero no que los ciudadanos gocen de sus derechos ni cumplan con sus deberes para con sus semejantes. En efecto: cuanto mayor es la coerción, tanto menor la solidaridad, porque el asustado se limita a sobrevivir.
En definitiva: el miedo es un factor tan importante en la política de todas las organizaciones sociales que merece que los científicos sociales lo estudien con mucho más detenimiento. Hace falta una nueva disciplina académica con sus textos, revistas y congresos: la timorlogía . La timorlogía pura o básica estudiaría el miedo. Y la timorlogía aplicada, o timortécnica, diseñaría tanto procedimientos para asustar como para resistir campañas de intimidación.
Pero, ¿qué estoy diciendo? Siempre se ha sabido cómo hacer frente a los timórcratas o metemiedos: juntándose contra ellos. Lástima que haya que vencer el miedo para ponerse a salvo del miedo. Dejemos que los timórlogos averigüen cómo romper este círculo vicioso.
Mientras esperamos los resultados de sus investigaciones, aprovechemos la principal enseñanza del gran filósofo y poeta romano Lucrecio: conocer para perder el miedo. Al encender la luz, le perdemos el miedo a la oscuridad. De aquí la importancia, tanto para la persona como para la sociedad, de hacer a un lado a los seudofilósofos posmodernos, que desprecian la claridad y denuestan la ciencia. Nec timeas, recte philosophando : no temerás si filosofas correctamente.
El último libro de Mario Bunge es Filosofía Política (Gedisa)
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