De Media Isla, Agosto 7, 2010
A Bruno del Rosario Candelier, Presidente de la Academia Dominicana de la Lengua
| ¿Tenemos que enseñarles a nuestros jóvenes que el mérito no se gana con el trabajo, sino que se consigue con la influencia y el padrinazgo?
En la dominicanidad hay algo de cuero. No se trata de las pieles que furtivamente, y en cambalache intérlope, mercadeaban barcos de las potencias enemigas de España en los pueblos de la banda del norte. No, en la dominicanidad hay algo de cuero, que podemos pensar en el horizonte de las Devastaciones de Osorio, como origen, como inicio de una manera de convivir y realizar la coexistencia. Siempre hay algo ilegal, alguna transacción que lastima el estatuto. Una sospecha. Hay una manera de accionar que nos distingue y nos lacera. Es una especie de marca que vamos regando por el mundo. Es la lástima ahogada y dicha con dolor por nuestros principales pensadores.
Es un cuero del fracaso. Allí donde paseamos desnudos y caminamos sobre el terreno rocoso de nuestros abismos colectivos. Las escenas trágicas que la historia contiene y que muchos quisieran obliterar… De las Devastaciones, pienso en el sacerdote que se dejó quemar en su iglesia antes de cumplir el edicto real; otros, por el contrario, preferirán quemarse en el infierno de sus propias abyecciones.
Pienso en la carta enviada por Pedro Santana, cuando aún estaba latente el peligro que representaba el invasor, en la que le pedía a la Junta Central Gubernativa que le relevara de sus compromisos, pues lo suyo era atender su finquita de El Seibo. Rememoro y traigo a su atención las noticias de corrupción y mal manejo de los dineros públicos en el mismo tiempo en que se fundaran nuestras instituciones democráticas. Y no dejan de ser ejemplares las hondas preocupaciones del dominicano más extraordinario de esa época, el probo Pedro Francisco Bonó.
Las iniquidades de nuestros hombres públicos son parte fundamental de esa dominicanidad cuera. El alejamiento de Duarte y su refugio en alguna tribu indígena del Orinoco; el fusilamiento de Sánchez, nuestro más decidido y aguerrido dominicanista, de María Trinidad Sánchez, y muchos más. Sólo nos queda recordar en nuestra historia la lacerante admonición que se desprende de las palabras de Pepillo Salcedo a Gaspar Polanco, “con la misma vara que midas te medirán”, dicha al medir el hoyo en que lo entrarían sus adversarios.
El cuero de la dominicanidad no es físico; ni tan siquiera se puede recuperar del todo como la alegoría de la mujer que vende su cuerpo en un hotel de mala muerte. El cuero de la dominicanidad es un doblez que no tiene fuerza de ser yo, de llegar a ser sujeto. Es un abandono de su propia fuerza a favor del otro poderoso. De un autoritarismo que únicamente vemos cuando estamos en la oposición, pero que ignoramos cuando llegamos al gobierno.
Esa realidad que no ha podido encajar en los esquemas europeístas de muchos de nuestros pensadores, pero ha quedado bordado con hilos de intenso dolor existencial en muchos de sus escritos. Y que el Dr. Balaguer llamó pesimismo dominicano. No fue José Ramón López quien lo inauguró, no recuerdo haber leído a López desde esa óptica, sencillamente porque pretendía hacer ciencia y se alejaba demasiado del objeto, y en la visión trágica hay algo de dolor, de melancolía, de patología, que el autor de La paz en la República Dominicana no tenía.
Los dos atormentados que inician el camino tortuoso de esa dominicanidad trágica como reflexión fueron Américo Lugo y Federico García Godoy. Lugo desde su visión hostosiana y García Godoy desde su arielismo. El primero por su convicción de que el pueblo dominicano no constituía una nación, porque los elementos que la pueden construir no existían. El segundo porque, ante la inminencia de la invasión americana y Lugo en la misma coyuntura, no podían levantar el espíritu nacional en una cruzada dominicanista. El Derrumbe es el gran lamento del postitivismo-arielista de García Godoy y el más patético esfuerzo de la intelectualidad por cambiar el estado de indefensión del colectivo dominicano.
El otro es, sin dudas, Francisco E. Moscoso Puello. Su diatriba contra la dominicanidad en Cartas a Evelina es ya la suma del sentimiento trágico del ser dominicano. Desde su atalaya de San Carlos, el letrado se pregunta por qué ha nacido en esa isla y por qué se dedica a tan angustiosas reflexiones. Hay allí, como usted bien sabe, un catálogo muy bien argumentado de lo que algunos pudieron llamar nuestros genes recesivos, de las taras sociales y sicológicas que definen a ese ser etéreo que llamamos el hombre dominicano.
Juan Bosch nunca estuvo tocado por esta preocupación. Él trabajaba con otras positividades. Leía la sociedad como un libro abierto; era lo social lo que entraba en la obra de Bosch, no fueron los esquemas ideológicos los que formaron su visión social, ni le dieron fuerza a su interpretación de la realidad dominicana. El libro era sabio en Bosch porque era obra salida del pueblo. En eso el autor de La Mañosa y López se encuentran.
La angustia por la dominicanidad no fue una preocupación de Balaguer. El no tenía que subir la cuesta; él estuvo siempre en la cima. Y no intentó remontar con su pensamiento nuestros grandes problemas, aun conociéndolos. No hizo de su vida un deseo de país, sino que el país le servía; era para él algo dado. El único libro de Balaguer donde lo trágico queda trasuntado es en La isla al revés, donde continúa las ideas de preocupación nacional frente a Haití que presentara en sus últimos escritos Manuel Arturo Peña Batlle. Éste tampoco realizó una reflexión trágica de nuestra nacionalidad, aunque sí de nuestro origen en La isla de la Tortuga, al analizar nuestro origen como el resultado de las luchas religiosas de Europa en América.
Juan Isidro Jimenes Grullón, el pensador más agudo de nuestras letras, tampoco entró en la corriente de los pensadores trágicos de la dominicanidad. Vivió y luchó como un intelectual, sin que su pensamiento fuera el de la imposibilidad de pensar, o de la imposibilidad del ser. Sus penetrantes ensayos sobre historia, sociología y política están ahí como legado para todos los que nos asomamos a la realidad dominicana desde la duda.
Antes de continuar quisiera apuntar dos cosas. Primero que Juan Bosch en Trujillo, causas de una dictadura sin ejemplo, Crisis de la crisis de la democracia de América en la República Dominicana y Composición social dominicana, libros que son los cimientos de su reflexión sobre el país, en las tres grandes etapas de su vida, no hacen alusión a los problemas dominicanos desde un perspectiva trágica, como algo inevitablemente cerrado por el tiempo o determinado por el “así somos”. Segundo, que tanto Bosch como Américo Lugo, prefirieron el exilio o el aislamiento antes que someterse a las veleidades del poder, las lujurias de nuestros déspotas. Cosa que les ha faltado a muchos de nuestros hombres de letras.
En los últimos años ha vuelto a surgir en el país un sentimiento de rechazo de la dominicanidad, de eso que lo dominicano tiene de cuero. Creo que tiene mucho que ver con la imposibilidad de vivir una dominicanidad, sin la lástima que nos acarrea llevarla. Ella es como un fardo pesado que el dominicano carga; lo lleva en San Juan de Puerto Rico, en Roma, en Berna, en Madrid… La vida nuestra, la manera dominica, cierta manera caribeña, es algo que nos convoca a pensar el país como proyecto fracasado, como espacio perdido. Es una desilusión con las instituciones, con los políticos, con los intelectuales silenciosos, que se prestan a todo lo que el poder les dicte. El dominicano que piensa su país desde otra perspectiva, parece decir, para ahí no voy a mirar, y antes que seguir subiendo la montaña cual Sísifo, mete la cabeza en la arena, como dicen hace el avestruz, o se aísla en la selva del Orinoco, como un Duarte desencantado con su propia obra.
La dominicanidad cuera nos lleva a la dominicanidad trágica. La adaptación de la nación al rasero de nuestros intereses, nos construye en una agrupación de gentes, gobernadas por una oligarquía de intereses personalistas que usa el patrimonio como algo suyo. ¿Qué decir del imperio de personajes semejantes del poder sobre las instituciones y símbolos de la cultura? ¿Qué decir cuando la lengua, que todo lo simboliza e informa, cae bajo el poder del veto político? ¿Cuáles son los paradigmas de valores cuando el poder y el dinero dan el laudo a los que tienen que llevarlo a una razón dialéctica? ¿Cuál es el ejemplo que damos a la juventud dominicana cuando el analfabeto es el maestro, el díscolo es profesor, el insubordinado es militar, el ladrón es policía, el ágrafo es académico, el cojo corredor de cuatrocientos metros y el gago sin esfuerzo excelente orador? ¿No hay que ser sumamente inteligente para entender que el doblado y el roto no lo son por culpa propia, pero es posible decir no, es posible parar la injusticia o dejarla que campee como potro salvaje sobre toda la vida nacional?
La historia dominicana está llena de hombres que no fueron capaces de decir y negar, detener a los poderosos y luchar sin importar las consecuencias. Juan Bosch, quien a usted tuvo en tan alta estima, es un ejemplo que prácticamente no espejea en el ambiente nacional. Una lástima que los que tuvieron más cerca de él se hayan olvidado tan pronto de sus enseñanzas. Juan Bosch, digo, vivió más de dos décadas alejado de la vida cotidiana dominicana por no rendirse al poder, a las afrentas de nuestros oligarcas, muchos de los que hoy se benefician de su trabajo y sacrificio. Entonces, ¿qué debemos pensar, profesor, que las acciones arriba interrogadas, la dominicanidad cuera y el sentimiento trágico nos vienen de no entender que la vida dominicana es así y no puede ser de otra manera? ¿Tenemos que enseñarles a nuestros jóvenes que el mérito no se gana con el trabajo, sino que se consigue con la influencia y el padrinazgo? ¿Tendríamos que asentir a todo lo que venga de arriba, porque de cualquier manera ningún esfuerzo altruista importa? No es ese, profesor, un espíritu disoluto, que no cabría jamás en el legado de Américo Lugo y Juan Bosch?
Le saluda,
Miguel Ángel Fornerín