La permisividad ciudadana instala las dictaduras: el caso de Silvio Berlusconi en Italia

Umberto Eco es un filósofo, semiótico (estudio del significado de los códigos, símbolos en el lenguaje como parte de la cultura), profesor, escritor italiano. Trabaja en la Universidad de Bolonia desde el 1979. Tiene 79 años, escribió su novela más famosa, En el nombre de la rosa, que fue llevada al cine, con Sean Cornery actor protagonista, como el investigador de crímenes en la época medieval, por muertes en un convento, fruto de la represión de la cultura dominante, en el plano religioso.


Analiza que la aceptación de la sociedad italiana de la arbitrariedad y la falta de respeto del presidente de Italia, Silvio Berlusconi, sucede porque  mayoría de la sociedad italiana así lo permite. A veces, las y  los liberales, se vuelven permisivos con las dictaduras personalistas, bonapartitas, y son estas actitudes de impropias de un Estado de derecho por el pobre jercicio y compromiso ciudadanos, lo que permite que una persona narcisista, caprichosa y autoritaria, se meta a toda la sociedad en el bosillo.

Veamos con más detenimiento cómo explica Umberto Eco, este fenómeno, a propósito de persecuciones a la a parte de la prensa en Italia. El periódico semanario Le'Espresso le cuestiona sobre medidas represivas de Berlusconi, en Italia, contra la prensa. Y el responde acá. Y el NY Times reproduce la entrevista. Dice U Eco, que no es Silvio Berlusconi que está enfermo, es la sociedad que se lo permite. Me encanta coincidir con este enfoque. Por eso cuando nos quejamos de inconductas, centrándonos en las personas caprichosas, autoritaria, monopolistas, sin límites para con los derechos de las demás personas, digo:  --Tenemos mucho que trabajar para crear consciencia libertad, ciudadanía plena. Pongo en negritas lo que quiero destacar en la entrevista a Umberto Eco. (http://www.biografiasyvidas.com/biografia/e/eco.htm)


mildre dolores mata

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El enemigo de la prensa

Umberto Eco
De The New York Times

Será el pesimismo de la edad tardía, será la lucidez que la edad conlleva, la cuestión es que siento cierta perplejidad, mezclada con escepticismo, a la hora de intervenir para defender la libertad de prensa acogiendo la invitación del semanal L'Espresso. Lo que quiero decir es que cuando alguien tiene que intervenir para defender la libertad de prensa eso entraña que la sociedad, y con ella gran parte de la prensa, están enfermas. En las democracias que definiríamos "vigorosas" no hay necesidad de defender la libertad de prensa porque a nadie se le ocurre limitarla.

Esta es la primera razón de mi escepticismo, de la que desciende un corolario. El problema italiano no es Silvio Berlusconi. La historia (me gustaría decir desde Catilina en adelante) está llena de hombres atrevidos y carismáticos, con escaso sentido del Estado y altísimo sentido de sus propios intereses, que han deseado instaurar un poder personal, desbancando parlamentos, magistraturas y constituciones, distribuyendo favores a los propios cortesanos y (a veces) a las propias cortesanas, identificando el placer personal con el interés de la comunidad. No siempre estos hombres han conquistado el poder al que aspiraban porque la sociedad no se lo ha permitido. Cuando la sociedad se lo ha permitido, ¿por qué tomársela con estos hombres y no con la sociedad que les ha dado carta blanca?

Recordaré siempre una historia que contaba mi madre: cuando tenía veinte años, encontró un buen empleo como secretaria y dactilógrafa de un diputado liberal, y digo liberal. El día siguiente al ascenso de Mussolini al poder, este hombre dijo: "En el fondo, vista la situación en que se encuentra Italia, quizá este Hombre encuentre la manera de poner un poco de orden". Así pues, lo que instauró el fascismo no fue la energía de Mussolini (ocasión y pretexto) sino la indulgencia y relajación de este diputado liberal (representante ejemplar de un país en crisis).

Por lo tanto, es inútil tomársela con Berlusconi puesto que hace, por decirlo de alguna manera, su propio trabajo. Es la mayoría de los italianos la que ha aceptado el conflicto de intereses, la que acepta las patrullas ciudadanas, la que acepta la Ley Alfano con su garantía de inmunidad para el primer ministro, y la que ahora aceptaría con bastante tranquilidad si el Presidente de la República no hubiera movido una ceja la mordaza colocada (por ahora experimentalmente) a la prensa. La nación misma aceptaría sin dudarlo (y es más, con cierta maliciosa complicidad) que Berlusconi fuera de velinas, si ahora no interviniera para turbar la pública conciencia una cauta censura de la Iglesia (que se superará muy pronto porque desde que el mundo es mundo los italianos, y los cristianos en general, van de putas aunque el párroco diga que no se debería).

Entonces ¿por qué dedicar a estas alarmas un número de L'Espresso, si sabemos que esta revista llegará a quienes ya están convencidos de estos riesgos para la democracia, y no lo leerán los que están dispuestos a aceptarlos con tal de que no les falte su ración de Gran Hermano y que, además, en el fondo saben poquísimo de muchos asuntos político-sexuales porque una información mayoritariamente bajo control ni siquiera los menciona?

Ya, ¿por qué hacerlo? El porqué es muy sencillo. En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo 12 (un 1 por ciento) se negaron y perdieron su plaza. Algunos dicen que fueron 14, pero esto nos confirma hasta qué punto el fenómeno pasó inobservado en aquel entonces, dejando recuerdos vagos. Muchos, que posteriormente serían personajes eminentes del antifascismo post-bélico, aconsejados incluso por Palmiro Togliatti o Bendetto Croce, juraron fidelidad para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Quizá los 1.118 que se quedaron tenían razón, por motivos diferentes y todos respetables. Ahora bien, aquellos 12 que dijeron que no salvaron el honor de la Universidad y, en definitiva, el honor del país.

Este es el motivo por el que a veces hay que decir que no aunque, con pesimismo, se sepa que no servirá para nada. Que por lo menos, algún día, se pueda decir que lo hemos dicho.

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