La invención del matrimonio
El antropólogo Franco La Cecla, el historiador René Girard y el filósofo Roberto Esposito reflexionan sobre el matrimonio, sus usos y sus destinos: desde la relación entre filiación y parentesco -pasando por la familia en el mundo griego y el lugar de la convivencia en el pensamiento occidental- hasta la ofensiva de la Iglesia y las razones de los laicos frente a la unión civil. Los desafíos de una institución en crisis.
FRANCO LA CECLA.
Qué es el matrimonio? ¿Qué es la familia? ¿Son formas sociales naturales, universales? A estas preguntas se puede responder apelando a ciertos principios, apoyándose en ciertas ideologías, o recurriendo a los hechos empíricos.
La antropología, desde sus orígenes, que ahondan en una curiosidad comparativa, fundada en una paciente búsqueda en lugares y culturas cercanas y lejanas, ha indagado en la naturaleza de los lazos primarios. El emparentarse es una constante que se encuentra en todos los grupos humanos, pero sus formas son de lo más variadas. En culturas distintas a la nuestra, la filiación está frecuentemente separada del parentesco, es decir, no son los padres biológicos quienes crían a sus propios hijos. En muchas culturas son los tíos -los hermanos de la madre- quienes cumplen con esa tarea. Aquí también existía esa institución y cada tanto resurge, como notaba Claude Lévi-Strauss en ocasión de la muerte de Lady Diana. En aquel caso, en el funeral, el hermano de ella se presentó como único posible tutor de sus hijos. Hay culturas en el sur de China donde la pareja conviviente está constituida por hermano y hermana, que hacen "fugaces" visi tas nocturnas a personas del sexo opuesto con
las cuales pueden generar una prole.
En definitiva, el núcleo familiar, como "casa", no es una forma universal: hay sociedades donde no existen las parejas fijas, hay familias poligámicas en el fondo del Amazonas o en Senegal y hay, obviamente, familias extendidas. Nosotros somos la excepción: la familia mononuclear -la soledad de marido, mujer e hijos- es una reciente invención. Para eso hizo falta el advenimiento del capitalismo y del trabajo asalariado, que ha destruido a la familia ensanchada, que era también una entidad económica, y que ha creado a la pareja como la conocemos hoy. Lo explicaba en un magnífico e inhallable libro, Género y Sexo, Ivan Illich. Lo nuevo es la idea de un núcleo aislado que debería hacerse cargo de la formación de la prole. En las sociedades tradicionales europeas y en las sociedades "indígenas" de otras culturas, la pareja está inserta en un complejo de redes de reciproci dad, en un mundo en el cual hombres y mujeres constituyen dos esferas con frecuencia independientes, con
lengua, modales y obligaciones diferentes. La prole es confiada al grupo más amplio. Esto permite una elasticidad mayor que la nuestra en la constitución o en el desenvolvimiento de la pareja misma. Una sociedad aristocrática y compleja como la Tuareg aún hoy consiente una frecuencia extrema de divorcios -los cuales se festejan como si fueran matrimonios, es decir, nuevos comienzos-, mismo porque la prole no queda jamás confiada a la sola pareja. Illich decía que la pareja mononuclear es un monstruo del cual nunca antes se había oído hablar.
Yace, en el fondo, una pregunta importante: ¿Qué es lo que une a las sociedades, qué hace que no se dividan? Nuestra pobre respuesta hoy es: la pareja. La respuesta de otras sociedades ha sido: una unión que consiente el pasaje de sustancias, sean éstas líquidas -leche, agua, lágrimas-, nutrientes, emociones, palabras, experiencias, visiones, herencias en el sentido más amplio y en el más específico. La sustancia que una generación pasa a la otra es similar y diferente a la que los hombres y las mujeres intercambian encontrándose. Se trata de afecto, de amor, de bienes, pero sobre todo de kinship, es decir, una unión de parentesco que es una invención cultural, que cambia de lugar en lugar, pero que es importantísima. Somos una extraña sociedad que privilegia el amor-pasión respecto al lazo de parentela. En muchas sociedades modernas, como India y Japón, no corresponde al amor-pasión, aun si puede preverlo. Los matrimonios se combinan para que la unión sea estable y no
fluctúe con los cambios de las emociones. En India dicen que su tipo de matrimonio es como poner fuego debajo de una olla de agua fría, mientras que el nuestro, occidental, sería como apagar el fuego que está debajo de una olla de agua caliente. Es verdad que nuestra sociedad, no obstante los reclamos de la Iglesia y de los nuevos fundamentalismos, hace constantemente grandes esfuerzos para no dividirse. Hoy, la palabra "pareja" se ha vaciado de gran parte del significado que aún podía tener en nuestra cultura hasta hace 20 años. En Europa, las formas de unión civil y los pactos de convivencia conocidos como Pacs y Dico, así como los matrimonios entre personas del mismo sexo, enfrentan un problema jurídico, ligado a la herencia y a la comunión de bienes, pero no afrontan la sustancia empobrecida de la pareja. Porque en cualquier sociedad, el vínculo entre dos personas crea una circulación de sustancias para pasar a otras generaciones. De otra manera no nos "casamos" (y en
las culturas primitivas y tradicionales el amor-pasión existe tanto y aún más que en la nuestra). Si nos "casamos" es para constituir un kinship, una unión que permita el pasaje de sustancias. Una de las sustancias principales en todas las culturas es el género. No es casual que se diga "generar", es decir, instalar a la descendencia en el género, en uno masculino o femenino. Qué tipo de sustancia de género pasan los padres de un mismo género a su prole es una pregunta embarazosa para quien lucha hoy por los Pacs o por los Dico, pero es necesario responderla. No basta con justificar la creatividad de un transgender o de un queer gender para evitarla. Michel Foucault, que era un homosexual convencido y practicante, se peleaba ferozmen te con quienes pensaban que inventar un nuevo género era como hacer un happening. Para él, los homosexuales eran hombres con gustos sexuales diferentes. En Francia, esta cuestión está en el interior mismo del debate feminista. Fue Marcela
Iacub, antropóloga argentina del derecho, quien hizo notar que no se puede hablar tanto de respeto por las diferencias sexuales y luego ignorar su importancia en una cosa tan seria como la generación de la descendencia. El hecho es que aquí, en torno a la familia, se juega el destino de nuestra sociedad, no en el sentido de que ésta sea hoy "degenerada"
(c)La Repubblica y Clarín.
Traducción de Marisa Di Benedetto.
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